domingo, 14 de junio de 2009

UNA TRISTE REALIDAD NACIONAL: LOS FEMICIDAS NO SON PERSEGUIDOS.

Quien acepta pasivamente el mal es tan responsable como el que lo comete. Quien ve el mal y no protesta, ayuda a hacer el mal” Martin Luther King


Los titulares del Diario Extra del 21 de abril (“No pudo matarla y quedó libre”), vienen a confirmar una dura realidad: en Costa Rica, es más probable que un ladrón de bancos pase seis meses o más en prisión preventiva que un asesino de mujeres un solo día en la cárcel. El hecho de que la puesta en libertad de los femicidas (actuales o potenciales) sea ordenada cada vez con mayor frecuencia por juezas, no hace más que indicarnos el grado en que la llamada agresión doméstica es mal comprendida en sus causas y repercusiones sociales. Solo de esta manera se explica que aún la sociedad costarricense (sobre todos en sus estratos más “ilustrados”) sea incapaz de comprender el papel fundamental que el sistema patriarcal le asigna a las mujeres en la socialización e internalización de sus valores. El combate de la violencia contra las mujeres, menores y ancianos (es decir contra los más desprotegidos socialmente) seguirá siendo tan ineficaz como hasta ahora en la medida en que las llamadas acciones afirmativas se constituyan en su principal o exclusivo soporte. Ello es así porque la legislación u otras políticas públicas que compelen a los funcionarios y funcionarias a compensar a los más débiles mediante acciones que tienden a tratarlos como grupos con derechos especiales, siempre van a chocar con la resistencia de una sensibilidad dominante según la cual la desprotección es percibida como un hecho natural que surge de la ubicación diferenciada que los individuos tienen en una sociedad estratificada en roles sociales más o menos rígidos. ¿De qué otra manera entender la aparente paradoja de que mientras nuestra sociedad viene transitando en las últimas décadas hacia una composición del núcleo familiar donde la presencia de las mujeres es mayor (familias sin padre reconocido o ausente); la agresión y las acciones misóginas predominan con mayor fuerza precisamente en asentamientos donde este fenómeno es más extendido? Existe entonces una especie de “estructura del padre ausente” que actúa ideológicamente en contra de los intereses de las propias mujeres mediante la socialización que ellas proporcionan a sus hijos e hijas desde su más tierna infancia.

¿Qué hacer en definitiva como sociedad para frenar en el corto y mediano plazos este holocausto silenciado que se comete día a día contra nuestra mujeres e hijos pequeños? Primero que nada salir en defensa del valor que por antonomasia deben tutelar nuestras leyes: el de la vida. Cada vez que un juez o jueza deje en libertad a un agresor que puso en riesgo o acabó con la vida de una mujer, el justiciable debe ser objeto de un recurso de amparo en su contra para que se enmiende inmediatamente semejante aberración. Los estrados judiciales deben entender que cada vez que dejan sin protección efectiva a una mujer agredida la sociedad les pasará la factura mediante el oprobio público, el tutelaje de la Sala Constitucional y el recurso de la Inspección Judicial. La independencia de los jueces es un estatuto que la sociedad les otorga para tutelar la imparcialidad de la justicia frente a la influencia que el poderío económico, político o criminal pueda tener sobre ellos, no para que escudándose en ella sean dominados por el poder ideológico del sistema patriarcal que ve como natural que un hombre gobierne a su mujer como una posesión.

Finalmente la tarea pendiente y urgente que como sociedad (civil y política) tenemos enfrente es la de un profundo proceso de “rea-alfabetización social” mediante el cual los niños sean educados para que sean sensibles, para que la ternura de sus primeros años no sea atropellada por la coraza del “los varones no lloran” y las “niñas deber soportarlo todo” con que (a pesar de los matices) son socializados mayoritariamente hoy día las futuras generaciones.

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