viernes, 12 de junio de 2009

A los que nos aman sin saberlo

Hay cientos, quizás miles, de personas que nos aman sin saberlo. Apresurados y sedientos de afecto; van por la vida con sus celulares en ristre, permanentemente conectados y sin embargo, más solitarios que nunca. En ciertos momentos, por ejemplo al caer la tarde lluviosa a la que los vehículos atraviesan con sus faros veloces, logramos captar tenuemente esta atmósfera, apenas insinuada en los rostros crispados de los conductores y peatones que cruzan la ciudad raudamente para sentarse frente a sus televisores de nuevo aislados de sus familiares más cercanos.

Se trata de un ansia jamás saciada, porque nadie la reclama. No existe ya un abrazo cálido al otro lado de la línea que nos reconcilie con nuestra niñez de pañales perfumados y tibios. Afuera todo se nos antoja hostil y sospechosamente incierto. Antes, en una época de la que solo recordamos retazos que quizás fueron sueños, volvíamos cada noche a ser el pequeño caracol en los brazos de nuestras madres. Hoy el caracol de la vida se nos ha tornado un laberinto indescifrable. Por todo ello, si abrimos los brazos y acompasamos el corazón a nuestro ritmo fetal, nos sentiremos repentinamente inundados de la ternura retenida por ciudades enteras. Y quizás, solo quizás, lograremos que quienes nos rodean nos vean realmente como somos, seres hechos para amar, contra todo pronóstico, hasta el fin.

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