viernes, 12 de junio de 2009

Identidad y violencia

Aunque hoy nos resulte algo evidente, el pensar que somos seres sociales individuales y por tanto sujetos de derechos y deberes; es una tendencia histórica muy reciente. En realidad solamente adquirió una carta de ciudadanía universal con la consolidación de la práctica de los derechos humanos en los procesos de liberación colonial y su correspondiente cuerpo jurídico en el derecho humanitario del primer tercio del siglo pasado. Cualquiera podría pensar que ya desde el liberalismo del siglo XVI o el socialismo del XIX; estas cuestiones estaban resueltas, pero en ambas constelaciones ideológicas existe un énfasis en la identidad e individualización de carácter unilateral, en un caso por el lado de la libertad del propietario, por el otro en la solidaridad de los desposeídos.

Ahora sabemos que somos seres únicos solo porque estamos acompañados desde la cuna hasta la tumba. De las maneras más diversas y hasta misteriosas, nos convertimos en personas para dejar unas huellas que al final quizás nuestros hijos y sus generaciones borrarán. Así nuestra identidad debe ser siempre bifronte: mira y se constituye por un lado hacia nuestra unicidad y por otro se reafirma en los otros en tanto iguales. Pero qué ocurre cuando nuestra identidad ya no depende mayormente de nosotros ni de nuestras instituciones de socialización más próximas y nutricias. Si nuestras familias son “educadas” por la televisión, si los patrones de socialización se conforman por la industria de la moda y el consumo y si al final del día miles somos excluidos de las fuentes de lo que socialmente es considerado más placentero? Nuestra realización como personas se ve así frustrada porque no nos resulta deseable asumir una identidad entre quienes sabemos que no son o pueden ser nuestros iguales. La modernidad nos hizo iguales en tanto ciudadanos, pero el consumo globalizado parece desdibujar el diseño de la política en la que se funda desde los griegos todo proyecto de sociedad. Sin embargo, pareciera que existe siempre una última salida (como todas ellas engañosa), aquella que nos permite creer que estamos por encima de las normas no solo sociales sino en general humanas. Siempre se ha sospechado que en la médula de la extensión de la violencia como comportamiento masivo existe un problema de poder; pero quizás se trate de una cuestión aún más central: la de nuestras identidades negadas o falsamente asumidas. El que la violencia en sus distintas manifestaciones (étnica, de género, económica) se ejerza fundamentalmente contra las víctimas que tienen menos poder (niños, mujeres, ancianos, pobres) expresa esta desviación entre el sujeto violento y su objeto primario: las estructuras que impiden su realización como persona que vale por sí misma. Obviamente la violencia también se ejerce eventualmente contra tales estructuras pero lo hace de una manera subordinada en explosiones sociales esporádicas o a través de las pandillas que culturalmente expresan la anarquía de una vida sin identidades particulares. Individuos violentos e identidades violentas devienen así las dos caras de un mismo fenómeno: la de una sociedad que nos despersonaliza.

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