miércoles, 10 de junio de 2009

¿Mejorar la autoestima: anulándonos?

Probablemente no exista un vocablo con cierta connotación científica, cuyo significado original haya sido tan distorsionado como el de autoestima. No debería de extrañarnos que palabras como libertad y democracia sufran todo tipo de perversiones dado que su ámbito propio es el de las ideologías políticas. En ese caso, tales concepciones se dan al interior de determinadas constelaciones de poder y son casi siempre objeto de apasionados debates. El que todos podamos tener una autoestima saludable y que su mejoramiento sea una meta loable, no parece en cambio estar sometido a confrontación alguna. Sin embargo, detrás de este aparente consenso se expresa una de las más encarnizadas luchas de nuestro naciente siglo: la refriega que nos ha posibilitado considerar socialmente a la agresividad contra los otros y contra nuestro entorno como algo natural e incluso deseable. Solo de esta manera se concibe que la autoestima haya pasado de ser la sana aceptación de las limitaciones que como seres biosicosociales todos arrastramos, a la estimación propia en tanto seres que están más allá del bien y el mal.

Un caso que ilustra in extremis esta tesitura, es el de una joven que al ser entrevistada en un programa televisivo costarricense de “noticias” acerca de una operación quirúrgica que le había “restablecido la virginidad” a las puertas de una próxima boda; afirmó que ello le había mejorado notablemente la autoestima. A ella no le parecía en absoluto contradictorio que la apreciación de su propia valía, tuviera que pasar por la aprobación de un tercero, el inicio de una vida marital fundada en el engaño y la negación de la condición femenina como autodeterminación.

Vivir en función de otros y de sus prejuicios no parece así incompatible con una alta autoestima, siempre y cuando se cuente con las herramientas de poder necesarias, bien para burlar su tutelaje (fáctico e ideológico), bien para fundirse e intercambiar papeles: víctima-victimario, vasallo-señor. Nos movemos así entre la autoestima como anulación de las diferencias por las cuales somos propiamente personas y la autoestima como patente de corzo para el ejercicio sin sonrojo del egoísmo a ultranza. En el segundo caso, la autoestima deviene en el código de conducta de los depredadores. Lo cual tiene un influjo deletéreo sobre la cultura: toda vez que en tanto criaturas culturales nuestro bienestar mental depende de un grado mínimamente aceptable de horizontalidad en nuestras relaciones sociales. Si mejorar nuestra autoestima nos faculta a establecer nuestro propio terrario privado en calidad de comunidad y vecindario, toda convivencia será emocionalmente estéril. Al fin y al cabo, quizás el principal placer de vivir en comunidad es reconocernos como iguales en la diferencia

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