domingo, 14 de junio de 2009

La Telepobreza

Nuestro San José tiene, al menos, una década de hundirse, en apariencia inexorablemente, en la “calcutización” que agobia a otras capitales latinoamericanas; pero no es sino en estos días cuando los medios televisivos nos dan afanosamente su versión de la historia, Y entonces tenemos a esta pequeña tropa de jóvenes recién egresados de algún recinto universitario que antes fuera garaje y ahora fábrica de títulos: micrófonos y cámaras en ristre, levantando tablas de los ranchitos a punto de ser arrastrados por la corriente de las aguas de la última inundación, tartamudeando preguntas a testigos oculares de crímenes fresquísimos, penetrando hasta el tuétano de las mordeduras de serpientes alevosas en carnes de inocentes niñas y sirviendo de niñeras o de improvisados detectives en el último hurto de niños al cuidado de abuelas un tanto cándidas.

Estas familias pobres que con tanta eficacia parecen ser sorprendidas en su vida cotidiana, no son novatas en el oficio. La mayoría de ellas lo han sido por varias generaciones; cuando todavía la pobreza solo era objeto de las telenovelas mexicanas con sus eternos cuentos de cenicientas y príncipes. De hecho, las madres jóvenes y los muchachos que la t.v. se permite tratar usando sus apodos de antiguos conocidos, nacieron y se criaron, en su mayoría, sin más calor familiar que el de las series norteamericanas con sus enlatados de ocho crímenes por minuto. Hijos de padres ausentes y madres precariamente empleadas, aprendieron los trucos del discurso televisivo, antes de saber escribir sus nombres propios, herencia ellos también de los programas de moda. Por eso, cuando los bisoños telerreporteros pretenden utilizarlos para cubrir sus cuota diaria de espectáculo; son ellos quienes con sus lágrimas y gestos lamentables, les dan una lección sobre la eficacia de la imagen como recurso de supervivencia.Sin embargo, hay un cambio cualitativo apenas perceptible en estas coberturas: la esperanza en la ayuda mutua y aún en el asistencialismo, es cada vez más escasa y la frustración y el caos parecen ocupar su lugar; al tiempo que se nos inmuniza frente al dolor humano convertido en franja horaria. Todos somos un poco más pobres después de la noticias, porque hay todo un componente de la realidad que se nos escamotea a fuerza de presentarlo como evidente y obvio. Tanto los científicos sociales costarricenses como la cooperación internacional establecieron hace ya más de un lustro que con los recursos “invertidos” en combatir la pobreza solamente deberían existir los llamados pobres coyunturales: los que por factores subsanables podrían transitoriamente estar en esta situación. El que existan estructuras culturales y económicas que continuamente reproduzcan y amplíen la pobreza (estancando los esfuerzos que como sociedad hacemos para superarla) es un efecto de la organización política del país, de la que todos somos responsables en algún grado. Solo que las empresas televisivas no suelen mirarse en más espejos que el de sus propias pantallas. La telepobreza resultaría así una expresión de sus propias limitaciones para dar cuenta de la realidad nacional y de su incapacidad para asumir las responsabilidades éticas para con sus principales usuarios.

UNA TRISTE REALIDAD NACIONAL: LOS FEMICIDAS NO SON PERSEGUIDOS.

Quien acepta pasivamente el mal es tan responsable como el que lo comete. Quien ve el mal y no protesta, ayuda a hacer el mal” Martin Luther King


Los titulares del Diario Extra del 21 de abril (“No pudo matarla y quedó libre”), vienen a confirmar una dura realidad: en Costa Rica, es más probable que un ladrón de bancos pase seis meses o más en prisión preventiva que un asesino de mujeres un solo día en la cárcel. El hecho de que la puesta en libertad de los femicidas (actuales o potenciales) sea ordenada cada vez con mayor frecuencia por juezas, no hace más que indicarnos el grado en que la llamada agresión doméstica es mal comprendida en sus causas y repercusiones sociales. Solo de esta manera se explica que aún la sociedad costarricense (sobre todos en sus estratos más “ilustrados”) sea incapaz de comprender el papel fundamental que el sistema patriarcal le asigna a las mujeres en la socialización e internalización de sus valores. El combate de la violencia contra las mujeres, menores y ancianos (es decir contra los más desprotegidos socialmente) seguirá siendo tan ineficaz como hasta ahora en la medida en que las llamadas acciones afirmativas se constituyan en su principal o exclusivo soporte. Ello es así porque la legislación u otras políticas públicas que compelen a los funcionarios y funcionarias a compensar a los más débiles mediante acciones que tienden a tratarlos como grupos con derechos especiales, siempre van a chocar con la resistencia de una sensibilidad dominante según la cual la desprotección es percibida como un hecho natural que surge de la ubicación diferenciada que los individuos tienen en una sociedad estratificada en roles sociales más o menos rígidos. ¿De qué otra manera entender la aparente paradoja de que mientras nuestra sociedad viene transitando en las últimas décadas hacia una composición del núcleo familiar donde la presencia de las mujeres es mayor (familias sin padre reconocido o ausente); la agresión y las acciones misóginas predominan con mayor fuerza precisamente en asentamientos donde este fenómeno es más extendido? Existe entonces una especie de “estructura del padre ausente” que actúa ideológicamente en contra de los intereses de las propias mujeres mediante la socialización que ellas proporcionan a sus hijos e hijas desde su más tierna infancia.

¿Qué hacer en definitiva como sociedad para frenar en el corto y mediano plazos este holocausto silenciado que se comete día a día contra nuestra mujeres e hijos pequeños? Primero que nada salir en defensa del valor que por antonomasia deben tutelar nuestras leyes: el de la vida. Cada vez que un juez o jueza deje en libertad a un agresor que puso en riesgo o acabó con la vida de una mujer, el justiciable debe ser objeto de un recurso de amparo en su contra para que se enmiende inmediatamente semejante aberración. Los estrados judiciales deben entender que cada vez que dejan sin protección efectiva a una mujer agredida la sociedad les pasará la factura mediante el oprobio público, el tutelaje de la Sala Constitucional y el recurso de la Inspección Judicial. La independencia de los jueces es un estatuto que la sociedad les otorga para tutelar la imparcialidad de la justicia frente a la influencia que el poderío económico, político o criminal pueda tener sobre ellos, no para que escudándose en ella sean dominados por el poder ideológico del sistema patriarcal que ve como natural que un hombre gobierne a su mujer como una posesión.

Finalmente la tarea pendiente y urgente que como sociedad (civil y política) tenemos enfrente es la de un profundo proceso de “rea-alfabetización social” mediante el cual los niños sean educados para que sean sensibles, para que la ternura de sus primeros años no sea atropellada por la coraza del “los varones no lloran” y las “niñas deber soportarlo todo” con que (a pesar de los matices) son socializados mayoritariamente hoy día las futuras generaciones.

sábado, 13 de junio de 2009

Subsidiar la economía de los pobres tomando recursos de otros pobres

La crisis de los alimentos nos pone ante la evidencia de que el mercado satisface las necesidades de aquellos que pueden costearlas y de que los precios no siempre expresan el grado con que los respectivos productos satisfacen necesidades de las mayorías. Economías que generan excedentes para comprar alimentos, en realidad los pierden. ¿Acaso el fundamento del desarrollo capitalista no estriba en la reinversión productiva de las utilidades?

La pobreza relativa de una sociedad puede medirse a partir del porcentaje creciente en que los distintos estratos usan sus ingresos para alimentarse. Conforme las familias utilizan un porcentaje mayor en la “reproducción” de su fuerza de trabajo, más pobres son. Si la crisis de los alimentos los compele a ello y, por otro lado, el crecimiento de sus salarios es consumido por la inflación resultante del encarecimiento de la canasta básica, sus posibilidades de superar la pobreza se ven seriamente comprometidas.

Tomando en consideración el comportamiento mayoritariamente rural de la pobreza, estamos frente al problema del deterioro de las condiciones de sostenibilidad de las economías campesinas mayoritariamente de subsistencia.

Estas economías en el pasado funcionaban como unidad de autoconsumo que de manera estacional se convertían en exportadoras netas de alimentos. Estos son los pobladores (sus generaciones de recambio al menos) que en buena parte en la actualidad engrosan el contingente de obreros agrícolas que laboran en las plantaciones de piña y cítricos, flores y ornamentales de nuestro país. Es decir, de productores de alimentos cuentapropistas, involucionaron a obreros agrícolas productores de postres y artículos de consumo suntuarios: los primeros que serán retirados de la lista de compras de los consumidores de los países ricos al entrar en recesión. Los que antes generaban riqueza para sus comunidades, ahora además de contaminarlas, son subcontratados bajo modalidades que les escamotean el disfrute de los extremos laborales consagrados en nuestras garantías sociales.

VOLVER A SOÑAR

Nunca volvemos a ser quines fuimos. Nuestro regreso se produce a un sitio o pasaje emocional inédito y que fue creado por nuestro deseo inveterado de perpetuarnos.

Cuando descendemos a un estadio marcado por la reducción de alguna de nuestras facultades, nuestra capacidad para juzgar el pasado se ve seriamente comprometida y a pesar de ello (o por ello mismo) nos acompaña una sensación de aguda insatisfacción con nuestra vida presente. Empero es este presente la única plataforma con la que contamos para sacar a flote nuestros talentos desperdiciados y, en cierto modo, olvidados.

En definitiva, solo reinventándonos podemos llegar a ser alguien en quien nos reconocemos como la persona que siempre quisimos ser. A este acto de re-creación lo llamamos aceptarnos a nosotros mismos, aunque en realidad se trate de “crearnos” a semejanza de nuestros sueños más acendrados.

viernes, 12 de junio de 2009

A los que nos aman sin saberlo

Hay cientos, quizás miles, de personas que nos aman sin saberlo. Apresurados y sedientos de afecto; van por la vida con sus celulares en ristre, permanentemente conectados y sin embargo, más solitarios que nunca. En ciertos momentos, por ejemplo al caer la tarde lluviosa a la que los vehículos atraviesan con sus faros veloces, logramos captar tenuemente esta atmósfera, apenas insinuada en los rostros crispados de los conductores y peatones que cruzan la ciudad raudamente para sentarse frente a sus televisores de nuevo aislados de sus familiares más cercanos.

Se trata de un ansia jamás saciada, porque nadie la reclama. No existe ya un abrazo cálido al otro lado de la línea que nos reconcilie con nuestra niñez de pañales perfumados y tibios. Afuera todo se nos antoja hostil y sospechosamente incierto. Antes, en una época de la que solo recordamos retazos que quizás fueron sueños, volvíamos cada noche a ser el pequeño caracol en los brazos de nuestras madres. Hoy el caracol de la vida se nos ha tornado un laberinto indescifrable. Por todo ello, si abrimos los brazos y acompasamos el corazón a nuestro ritmo fetal, nos sentiremos repentinamente inundados de la ternura retenida por ciudades enteras. Y quizás, solo quizás, lograremos que quienes nos rodean nos vean realmente como somos, seres hechos para amar, contra todo pronóstico, hasta el fin.

Identidad y violencia

Aunque hoy nos resulte algo evidente, el pensar que somos seres sociales individuales y por tanto sujetos de derechos y deberes; es una tendencia histórica muy reciente. En realidad solamente adquirió una carta de ciudadanía universal con la consolidación de la práctica de los derechos humanos en los procesos de liberación colonial y su correspondiente cuerpo jurídico en el derecho humanitario del primer tercio del siglo pasado. Cualquiera podría pensar que ya desde el liberalismo del siglo XVI o el socialismo del XIX; estas cuestiones estaban resueltas, pero en ambas constelaciones ideológicas existe un énfasis en la identidad e individualización de carácter unilateral, en un caso por el lado de la libertad del propietario, por el otro en la solidaridad de los desposeídos.

Ahora sabemos que somos seres únicos solo porque estamos acompañados desde la cuna hasta la tumba. De las maneras más diversas y hasta misteriosas, nos convertimos en personas para dejar unas huellas que al final quizás nuestros hijos y sus generaciones borrarán. Así nuestra identidad debe ser siempre bifronte: mira y se constituye por un lado hacia nuestra unicidad y por otro se reafirma en los otros en tanto iguales. Pero qué ocurre cuando nuestra identidad ya no depende mayormente de nosotros ni de nuestras instituciones de socialización más próximas y nutricias. Si nuestras familias son “educadas” por la televisión, si los patrones de socialización se conforman por la industria de la moda y el consumo y si al final del día miles somos excluidos de las fuentes de lo que socialmente es considerado más placentero? Nuestra realización como personas se ve así frustrada porque no nos resulta deseable asumir una identidad entre quienes sabemos que no son o pueden ser nuestros iguales. La modernidad nos hizo iguales en tanto ciudadanos, pero el consumo globalizado parece desdibujar el diseño de la política en la que se funda desde los griegos todo proyecto de sociedad. Sin embargo, pareciera que existe siempre una última salida (como todas ellas engañosa), aquella que nos permite creer que estamos por encima de las normas no solo sociales sino en general humanas. Siempre se ha sospechado que en la médula de la extensión de la violencia como comportamiento masivo existe un problema de poder; pero quizás se trate de una cuestión aún más central: la de nuestras identidades negadas o falsamente asumidas. El que la violencia en sus distintas manifestaciones (étnica, de género, económica) se ejerza fundamentalmente contra las víctimas que tienen menos poder (niños, mujeres, ancianos, pobres) expresa esta desviación entre el sujeto violento y su objeto primario: las estructuras que impiden su realización como persona que vale por sí misma. Obviamente la violencia también se ejerce eventualmente contra tales estructuras pero lo hace de una manera subordinada en explosiones sociales esporádicas o a través de las pandillas que culturalmente expresan la anarquía de una vida sin identidades particulares. Individuos violentos e identidades violentas devienen así las dos caras de un mismo fenómeno: la de una sociedad que nos despersonaliza.

miércoles, 10 de junio de 2009

¿Mejorar la autoestima: anulándonos?

Probablemente no exista un vocablo con cierta connotación científica, cuyo significado original haya sido tan distorsionado como el de autoestima. No debería de extrañarnos que palabras como libertad y democracia sufran todo tipo de perversiones dado que su ámbito propio es el de las ideologías políticas. En ese caso, tales concepciones se dan al interior de determinadas constelaciones de poder y son casi siempre objeto de apasionados debates. El que todos podamos tener una autoestima saludable y que su mejoramiento sea una meta loable, no parece en cambio estar sometido a confrontación alguna. Sin embargo, detrás de este aparente consenso se expresa una de las más encarnizadas luchas de nuestro naciente siglo: la refriega que nos ha posibilitado considerar socialmente a la agresividad contra los otros y contra nuestro entorno como algo natural e incluso deseable. Solo de esta manera se concibe que la autoestima haya pasado de ser la sana aceptación de las limitaciones que como seres biosicosociales todos arrastramos, a la estimación propia en tanto seres que están más allá del bien y el mal.

Un caso que ilustra in extremis esta tesitura, es el de una joven que al ser entrevistada en un programa televisivo costarricense de “noticias” acerca de una operación quirúrgica que le había “restablecido la virginidad” a las puertas de una próxima boda; afirmó que ello le había mejorado notablemente la autoestima. A ella no le parecía en absoluto contradictorio que la apreciación de su propia valía, tuviera que pasar por la aprobación de un tercero, el inicio de una vida marital fundada en el engaño y la negación de la condición femenina como autodeterminación.

Vivir en función de otros y de sus prejuicios no parece así incompatible con una alta autoestima, siempre y cuando se cuente con las herramientas de poder necesarias, bien para burlar su tutelaje (fáctico e ideológico), bien para fundirse e intercambiar papeles: víctima-victimario, vasallo-señor. Nos movemos así entre la autoestima como anulación de las diferencias por las cuales somos propiamente personas y la autoestima como patente de corzo para el ejercicio sin sonrojo del egoísmo a ultranza. En el segundo caso, la autoestima deviene en el código de conducta de los depredadores. Lo cual tiene un influjo deletéreo sobre la cultura: toda vez que en tanto criaturas culturales nuestro bienestar mental depende de un grado mínimamente aceptable de horizontalidad en nuestras relaciones sociales. Si mejorar nuestra autoestima nos faculta a establecer nuestro propio terrario privado en calidad de comunidad y vecindario, toda convivencia será emocionalmente estéril. Al fin y al cabo, quizás el principal placer de vivir en comunidad es reconocernos como iguales en la diferencia

martes, 9 de junio de 2009

Vivir un día a la vez: de prescripción contra las adicciones a norma de vida.

¿De qué manera, a través de qué procesos psico-sociales, la consigna “vivir un día a la vez”; la que en principio se consideraba un componente de cualquier programa de doce pasos para enfrentar las adicciones, devino en una norma de vida generalizada? Es acaso que la sociedad occidental toda vive inmersa en una clínica cotidiana?

Ya desde hace décadas con Vovelle y la sociología francesa de las mentalidades, sabemos que este tipo de procesos de conformación de la vida cotidiana, obedecen a líneas de desarrollo de larga duración, que por ende no pueden ser dilucidados exclusivamente desde la contemporaneidad. De una manera sencilla, aunque no trivial, vivir un día a la vez, pareciera expresar la articulación de al menos los siguientes aspectos centrales de la modernidad en su relación con la forma como vivimos la globalización:

El horizonte utópico ha desaparecido y en su lugar tendemos a realizarnos en el consumo. Un consumo que se agota al ritmo frenético de las modas y de la obsolescencia tecnológica inducida. Así la prescripción, que originalmente parecía inducir a una sana práctica de salud mental, terminó siendo un reconocimiento de unos límites que nos son impuestos por la coincidencia o traslape entre mercado y vida cotidiana.
Si quienes viven un solo día a la vez, lo hacen por que no tienen más remedio; todo proyecto de sociedad (aún la más modesta planeación social) resulta fútil sino francamente absurdo.
Notoriamente, esto ocurre en un contexto en que nunca como hoy prevalecen en el ámbito internacional los megaproyectos producto de arduos y complejos sistemas de planeación financiera y técnica de mediano y largo plazo.
Soñar nos está vedado quizás porque los ingenieros programan nuestras vigilias para que seamos felices en los mall.
Pero que ocurre si aún esta limitada felicidad le es negada a miles de excluidos como potenciales consumidores? La violencia y la criminalidad informales (que también las hay organizadas) tienden a convertirse entonces en las respuestas anti estatus quo más sintomáticas.
Violencia y criminalidad que expresan como síntoma de auto-refuerzo el aislamiento y la soledad de quienes no tienen que asumir responsabilidad alguna por unas vidas que concluyen al terminar el día.